Romina Paredes
30 Mar
Una escritura tan afilada como un cuchillo

Mi mejor amiga me regaló por mi cumpleaños número treinta y cinco una tarjeta para comprar libros y, sin conocer aún a la autora, decidí comprar La vergüenza. Desde las primeras páginas quedé impresionada por la precisión con la que Ernaux aborda temas íntimos y a la vez universales. Eso que nadie quiere decir porque «qué vergüenza, qué dirá la gente». Gracias al impecable trabajo de traducción de Lydia Vázquez accedí a su obra en castellano y, desde entonces, no he dejado de leerla.

El Comité del Nobel describió la obra de Annie como una escritura «que no hace concesiones y está compuesta en un lenguaje sencillo, depurado». Como fan de la literatura francesa, no puedo evitar ver en esa apuesta estética una decisión política porque, en lenguas romances, la herencia literaria suele vincularse a un registro «culto», y se espera que la alta literatura transite por senderos marcados por la riqueza estilística. Ernaux rompe con esa tradición y se opone a un canon que, en muchos ámbitos del análisis académico más conservador, se asume todavía como el principal modelo literario.

En el caso peruano, la crítica literaria, a menudo vinculada a una mirada tradicional, no ha mostrado entusiasmo por el trabajo de Ernaux. Quizá sea por la simpleza de su propuesta, el uso de estructuras fragmentadas y una materia literaria tan descarnada que resulta incómoda. Sin embargo, la ganadora del premio Nobel en 2024, la surcoreana Han Kang, sí ha recibido atención positiva e incluso se han llevado a cabo conferencias en universidades peruanas. Esto podría deberse a la creciente influencia cultural de Corea, desde el K-pop hasta la gastronomía, así como a la «poética contemplativa» presente en obras como La clase de griego. Este libro representa una profunda reflexión sobre el lenguaje, en sintonía con una tradición que valora la intensidad metafórica. De este modo, la recepción divergente de ambas autoras pone de relieve las formas de lectura e interpretación que prevalecen en el Perú, evidenciando cómo la sobriedad de Ernaux puede resultar disruptiva.

Bien viva y sencilla: una decisión política

En un taller de escritura creativa que dicté el año pasado, un participante elogiaba los cuentos que incluían palabras de la lengua culta y criticaba aquellos que empleaban expresiones subestándar. Cuando leímos Un tipo con gatos de Kristen Roupenian se sorprendió al encontrar abreviaciones típicas de los mensajes de texto. Me preguntó por qué la autora había «escrito mal». Traté de explicarle el uso de los diversos registros del lenguaje, el idiolecto y cómo todo ello aporta verosimilitud al relato, pero él no estaba interesado en eso. Quería «bellas letras».

Esta anécdota ilustra la resistencia de ciertos lectores, e incluso de algunos críticos, al uso de recursos lingüísticos menos convencionales. Contrasta, además, con la postura de Annie Ernaux, quien afirma que la literatura no tiene que ser «bonita», sino justa. Esa justicia, según ella, se alcanza mediante «una distancia objetivadora, sin afectos expresados y sin ninguna complicidad con el lector». En otras palabras, evita el ornamento y la complacencia literaria para no caer en el miserabilismo ni en la romantización de la pobreza o la violencia, temas recurrentes en su obra.

Tal vez uno de los mejores ejemplos de esa «justicia literaria» se observe en El lugar y en Memoria de chica, dos obras en las que Annie Ernaux se sumerge en su historia personal y familiar sin indulgencia. En El lugar explora la figura paterna marcada por la diferencia de clase y por la trayectoria ascendente de la narradora, quien accede a un ámbito simbólicamente «más alto» que el de sus padres. El tono directo, a la vez sobrio y contundente, se desarrolla a través de un testimonio honesto, cuestiona los estereotipos de clase y la hipocresía social, sin pretender agradar a un lector «cultivado». Por su parte, en Memoria de chica, Ernaux retoma uno de los temas centrales de su obra, la vergüenza. Según ella, «es una vergüenza distinta de la de ser hija de bodegueros. Es la vergüenza del orgullo de haber sido un objeto de deseo (…) Vergüenza de las risas y el desprecio de los otros. Es una vergüenza de chica». En esta obra, la autora explora el deseo sexual como una forma de emancipación respecto de su familia, en especial, de la figura materna, y asocia la pérdida de la virginidad con el acto de «vida o muerte» que para ella significa escribir.

Este lenguaje plano no implica ausencia de emoción. Ernaux propone una forma distinta de narrar el dolor, la desigualdad y la intimidad familiar. Desde una perspectiva política, ese efecto es relevante. La sencillez lingüística sitúa al narrador en un plano de igualdad con las experiencias narradas, sin sublimaciones ni eufemismos, y nos obliga a interpretarlas sin escudos estéticos.

Para el panorama literario peruano, esto adquiere una resonancia particular. Con frecuencia se valora lo formal por encima de la contundencia de la materia literaria. No se trata de censurar la belleza de la forma, ya que en la tradición hispanoamericana abundan autores de gran lirismo y estilos barrocos. Esa tradición, sin embargo, puede volvernos indiferentes a propuestas que eligen un minimalismo formal como forma de resistencia. La escritura plana de Ernaux se rebela contra la tendencia a «embellecer» la tragedia social o la violencia íntima. Esa rebeldía es, en sí misma, un acto político, porque estas lenguas romances, en su vertiente literaria, suelen cultivar la elocuencia, la musicalidad y los tropos retóricos. La metáfora elaborada y los giros complejos forman parte de su tradición. No se trata de menospreciar dichos recursos, que han dado lugar a grandes obras, sino de reconocer que la voz de Ernaux, con su parquedad y su registro casi clínico, rompe expectativas y jerarquías. Su narrativa no se limita a describir la vida con sencillez, sino que la convierte en un arma que cuestiona al lector, al sistema literario y a las relaciones de poder. Y ese cuestionamiento se produce porque, al prescindir del lenguaje elevado, la autora abandona el privilegio de escribir solo para una élite cultural, abriéndose a un público más amplio. De este modo, su literatura se vuelve democrática. La claridad y la crudeza de sus temas interpelan a cualquiera dispuesto a enfrentar la realidad.

La escritura como trabajo de la memoria 

La exploración de la memoria, tanto individual como colectiva, constituye un rasgo esencial en la obra de Ernaux. En La otra hija, la autora ofrece un testimonio desgarrador al dirigirse a su hermana muerta. Se revela un secreto familiar y plantea la posibilidad de que ella «ocupe» el lugar de la hija ausente. Este motivo recorre varios de sus textos, aunque es en La otra hija donde se hace más explícito el dolor de sentir la propia vida inseparable de la muerte de otra persona.

Asimismo, en Los armarios vacíos y Lo que ellos dicen o nada, las dos primeras novelas de Ernaux, la autora aborda recuerdos íntimos y tabúes, como el aborto, con una valentía que impacta. Ella misma admite que estas obras afectaron mucho a sus padres porque exponen elementos personales que rompen con la imagen «correcta» que una hija debería mantener. Aun así, Ernaux habla de la necesidad de contar lo vivido sin eufemismos. Esas novelas iniciales son la prueba temprana de lo que sería su trabajo literario posterior, en donde usa la escritura como un cuchillo para diseccionar la historia propia y la de su entorno.

Atemporalidad: seguimos siendo mujeres heladas

La mujer helada se publicó en 1979. En este libro, Ernaux describe de manera punzante los estereotipos de género y la frustración de una mujer de clase media no racializada atrapada en la doble jornada y en las expectativas sociales que comienzan en la niñez y se refuerzan en el matrimonio. Cuatro décadas después de la publicación de esta novela, queda claro que la sobrecarga de tareas domésticas y el silenciamiento de los deseos de las mujeres siguen vigentes. En el libro no hay una retórica que realce el problema de la desigualdad, sino una descripción concisa de los hechos cotidianos que asfixian a la protagonista. La segunda mitad, en la que esta se ve atrapada en una rutina sin escapatoria, golpea al lector con fuerza porque no existe un ornamento que atenúe la opresión. No hay final consolador que aligere la violencia simbólica del sistema. No es un relato heroico redondo.

Madre literaria

Joyce Carol Oates prefiere la expresión «ancestros literarios» en lugar de influencias, pues «influencia» sugiere un efecto pasajero. La «ancestralidad», en cambio, implica un lazo más firme y duradero. La obra de Annie Ernaux no me «influye» de forma superficial, sino que se arraiga en mi escritura y en mi forma de contemplar el mundo, recordándome que no es la belleza del adorno lo que otorga valor literario, sino la capacidad de nombrar con valentía. Ernaux nos conmina, en cada uno de sus textos, a reflexionar sobre la desigualdad de clase, la opresión de género y los silencios familiares que configuran nuestras identidades. La postura de Ernaux resiste los cánones que desestiman la crudeza directa. De esa forma, se convierte en un modelo invaluable para quienes creemos que la simpleza no niega la profundidad, sino que, como un cuchillo, corta y revela la verdad que a menudo se oculta detrás del barroco.

Ernaux ha redefinido los parámetros de la escritura autobiográfica. Su prosa sobria, su distancia objetiva que se acerca a una mirada sociológica y su determinación por contar la verdad, aunque esta se muestre siempre esquiva, configuran una propuesta estética que incomoda a quienes esperan sofisticación. La anécdota del taller de escritura, en la que un participante rechazaba cualquier atisbo de lenguaje «impropio» o «poco elevado», me sirvió para entender, con más nitidez, la importancia de la obra de Ernaux. Su escritura nos enfrenta a un espejo que puede resultar incómodo, porque desvela las estructuras de poder y las hipocresías. Es justo esa mirada incisiva, a la vez cotidiana y política, la que hace de Annie Ernaux una autora imprescindible y, para mí, una auténtica «madre literaria».

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