«Me gusta escribir desde la venganza, desde la ira, y que hubiera una salvación de alguna manera», declara María Fernanda Ampuero a propósito de Sacrificios humanos, donde se encuentra su cuento Biografía, que, junto a Subasta en Pelea de gallos, me parece de lo mejor que he leído en los últimos años. Y es que ambos relatos comparten algo esencial. Sus protagonistas parecen un mismo cuerpo que, pese a ser violentado, alberga una emoción que dicta sus lenguajes: la rabia.
Esa ética de la furia como pulsión narrativa la comparten Yelinna Pulliti, Kristina Ramos y Tania Huerta, escritoras peruanas que publicaron bajo el sello Pandemonium en 2024. Sus libros se conciben como un ajuste de cuentas con la familia, la maternidad y los mandatos que cercan los cuerpos femeninos. Desde registros que van del horror doméstico al gore y la reescritura de cuentos de hadas, las tres narradoras excavan la «mala entraña» para ofrecernos relatos que abordan el terror desde el cuerpo y el entorno familiar.
Al respecto, Mariana Enríquez en una entrevista para Página 12 comentó que la familia suele idealizarse como un paraíso de afectos. Se nos exige amar y cuidar a parientes con quienes nada compartimos, y se «monstrifica» a quien se niega. En Mala sangre, de Yelinna Pulliti, uno de los temas recurrentes es la acumulación compulsiva. El hogar se transforma en un cuerpo necrosado del que emergen pulsiones revanchistas hacia quienes obligan a vivir en la inmundicia. Por ejemplo, en El tío flaquito, una familia embalsama a sus muertos para encadenarlos por siempre. Esta imagen me resulta tan poderosa como insoportable. La idea de permanecer unido a una infame estirpe incluso después de la muerte remite a la etimología de la palabra familia, que proviene del latín famulus, es decir, esclavo. En los cuentos de Pulliti, los personajes habitan el trauma y el relato Haciendo limpieza condensa esta idea. La protagonista, una niña milagro, se convierte en la antagonista de una madre acumuladora tanto de objetos como de cadáveres. Aquí, limpiar la casa equivale a expulsar los traumas, despedazar los restos de aquella casta inmunda y recuperar la voz. Y quizás también nombrarlos, escribirlos, sea otra forma de barrer el pasado.
Lo más destacado de Kristina Ramos en Instinto bestial es su exploración del cuerpo. Sus relatos llevan la venganza a un territorio visceral, donde los personajes o bien se animalizan o se desmiembran. En La venganza del cerdo, por ejemplo, la rabia del disidente familiar se materializa en una metamorfosis porcino-humana. También está presente en La carnicería, donde padre e hijo descuartizan mujeres, una herencia de horrores que dialoga con el padre caníbal de La carta y con el «niño monstruo» de Hambre. Este último encarna una figura que amenaza la cohesión familiar, prolongando el legado del padre monstruoso y extendiendo su sombra sobre el hijo. Nos recuerda, como plantea la miniserie de Netflix Adolescencia, que las masculinidades más terribles «saltan» generaciones solo para regresar con ferocidad. La maternidad también se revela abyecta. Los vientres albergan amenazas, ecos de la película Huesera, de Michelle Garza. A la vez, el cuento largo Bajo la piel remite al mercado de carne humana en Cadáver exquisito de Bazterrica, y nos enfrenta a una incómoda pregunta: ¿quién devora a quién en un país donde el hambre es una cuestión social?
Por otro lado, Mater macabra, de Tania Huerta, se articula como una conversación entre cuatro amigas en una boutique. La costura y el bordado, trabajos tradicionalmente femeninos, se reapropian como actos de hechicería narrativa. A diferencia de Ramos, centrada en herencias monstruosas, Huerta propone en Mala entraña una rebelión contra ese linaje. Una hija se enfrenta a una genealogía que repite nombres y culpas, y convierte la expulsión familiar en una gesta emancipadora. También encontramos varios relatos en donde se reescriben figuras como Rapunzel, Cenicienta o incluso la tapada limeña, no desde la inocencia del amor sino desde el hartazgo. Asimismo, en la trilogía materna conformada por Amor de madre, Unicornios celestes y Madre féretro, Huerta convierte los vientres en sarcófagos y expone la crueldad que puede ocultarse tras el amor materno.
Aunque sus registros varían —del necrorealismo doméstico de Pulliti al gore filogenético de Ramos y la reinterpretación de las fábulas en Huerta—, las tres autoras peruanas convergen en una misma obsesión: la familia como cárcel y la maternidad como mandato cruel. En sus relatos, la monstruosidad se hereda o se exorciza, pero siempre se nombra. La venganza estructura tanto la trama como el estilo, con imágenes crudas y un humor negrísimo que desactiva cualquier tentación de sentimentalismo. En este tríptico, el horror no busca el sobresalto gratuito, sino la reparación. Antes de sanar la herida es preciso identificar su profundidad, sus bordes. Describir la inflamación. Así, la escritura se revela no como salvación, sino como posibilidad. Narrar la violencia es ya, en parte, devolverla a quien la infligió.
«Mala entraña, mala sangre» podría leerse como un agravio. Pulliti, Ramos y Huerta, quienes reescriben el linaje, desobedecen al padre y abrazan la furia, lo convierten en arte. En literatura.